Dicen por ahí que ser madre te cambia la vida. Desde que me ha pasado a mí, me he dado cuenta de una verdad más o menos incómoda al respecto: todas, absolutamente todas las decisiones que he tomado en relación con mi hijo, desde las más relevantes a las más anecdóticas, han sido juzgadas, criticadas o cuestionadas. Desde la decisión de amamantar y cuánto, cómo y dónde hacerlo (sí, en la medida de lo posible) hasta la de poner o no manoplas en las manitas del bebé (no).

Las críticas, ceños fruncidos y cejas alzadas vienen de todas partes, desde las queridas madres y suegras hasta los padres, hermanos/as, cuñados/as, amigos y amigas, vecinos, profesores, tenderos, camareros, gente que se cruza contigo por la calle en el preciso instante en que el niño llora, médicos, personal de enfermería, recepcionistas, conductores de bus y taxi, amigos de toda la vida, compañeros de sala de espera… Algunas críticas se verbalizan y otras se expresan con miradas y gestos, generalmente poco sutiles. La mayoría, si bien nunca solicitadas, son bienintencionadas. Una asume que cuando alguien te señala lo que estás haciendo mal lo hace desde la experiencia propia y desde un deseo de contribuir al bienestar de la criatura. Una querría asumir que no hay un placer culpable y cierta conciencia de la propia superioridad en esas “ayudas”.

No, en serio. Casi todo el mundo tiene buena intención.

Pero, ¿cuál es el resultado? Está la culpa. Luego la duda. Una sensación más o menos permanente de que lo estás haciendo todo mal. Todo un fatality, que se diría en Mortal Kombat, que una es muy fan.

Eso me lleva a la cuestión del feminismo. Desde que he sido madre, y no creo que este proceso mental venga asociado necesariamente a la maternidad o no pueda darse sin él, mi tolerancia hacia los demás ha crecido exponencialmente. Entiendo que los bebés lloran y, a veces, no puedes evitarlo, y que los padres agotados que lo intentan son más que los padres desconsiderados. Entiendo que, a veces, tienes que compaginar lo que es bueno y mejor para tu bebé con lo que es bueno y mejor para ti, y que nada vale para todo el mundo. Entiendo que cada familia es un mundo y cada cual hace lo que le funciona.

Y entiendo que feminismo es igualdad, ante todo, pero también la capacidad de elegir lo que es bueno, práctico, viable y cómodo para cada una, incluso si las decisiones tomadas no son, a priori, las que defendería el feminismo más vehemente. Hablo de reducciones de jornada, de esa tan ilusoria conciliación, que no existe, de las decisiones que nos vemos obligadas a tomar cuando tenemos hijos, las decisiones que queremos tomar, y de las que no deberíamos tener que tomar. Hablo de cómo nos criticamos unas a otras. Desde mi dilatada experiencia de siete meses como madre me he sorprendido alzando la ceja ante decisiones de madres más novatas que yo… Ninguna se libra. Madres contra no madres, madres felices contra madres arrepentidas, madres trabajadoras contra madres que eligen quedarse en casa, madres lactantes contra madres de biberón, madres de colecho contra madres de cuna, madres de papilla contra madres de BLW, madres de carrito contra madres de porteo, madres maquilladas contra madres despeinadas, madres abnegadas contra madres de gimnasio, madres de parto natural contra madres de inducción y cesárea programadas, madres de epidural contra madres sin epidural, madres de privada contra madres de pública, madres de dieta contra madres de comida basura… Y ya es bastante difícil mantener la cordura cuando el universo se ha dado la vuelta: por muy maravilloso que sea el mundo del revés, está cabeza abajo, y ya es bastante difícil, digo, sin todos esos gestos de duda, ceños fruncidos y consejos no solicitados. Quizás sería más fácil que nos dejáramos en paz, ahora que, por fin, empieza a hablarse de sororidad en voz alta.

 Ana de Haro
Periodista y escritora
@Ana_de_Haro

La hija de Barbazul, de Ana de Haro (@Ana_de_Haro), ganadora del VIII Certamen de Novela Ciudad de Almería, editada por la editorial Aldevara  puede encontrarse aquí