Autora de más de 10.000 artículos y de una extensa obra literaria donde destacan, entre otros, novelas, cuentos, manuales de denuncia social o cuadernos de viaje

La primera vez que oí hablar de la almeriense Carmen de Burgos tenía 19 años y estudiaba Periodismo en Sevilla. No pudo ser mi referente hasta entonces, porque la Historia la había silenciado desde la instauración del franquismo en España. Fue una voz incómoda, cuando vivía y tras su muerte, pero una y otra vez encontró recursos para salir de las sombras. Federico García Lorca, por el que siento verdadera admiración, me llevó hasta la conocida como Colombine, de cuya novela Puñal de Claveles, inspirada en un crimen en Níjar (Almería), se dice que está basada la tragedia Bodas de Sangre.

Pero este es solo un punto en el inmenso universo de la obra de una mujer que rompió los estereotipos de su época, decidida a tratar temas poco aceptados socialmente. Fue una de las más firmes defensoras del feminismo de principios del XX, aun detestando esta palabra, pues prefería referirse a justicia social en relación a la igualdad de géneros.

Su incursión en el cuarto poder comenzó con 16 años, cuando se casó con Arturo Álvarez, un periodista vividor y director de la revista satírica Almería Bufa, en la que Carmen publicó sus primeros artículos, e hijo del político Mariano Álvarez, que colaboró en publicaciones como El Progreso o La Campana de la Vela, y que tenía una imprenta en propiedad. Su matrimonio no fue lo que ella esperaba y, tras la muerte prematura de tres de sus cuatro hijos, se trasladó a Madrid con la única superviviente para empezar de nuevo y con un título de maestra que había sacado a escondidas. Una decisión nada fácil, ya que el divorcio aún no existía y la emancipación de la mujer era un oasis en mitad del desierto. Pero ella, con la maleta cargada de determinación, llegó dispuesta a luchar desde la palabra por la independencia, la libertad y los derechos de la mujer.

Desde sus artículos, primero en La Correspondencia de España y El Globo y luego en Diario Universal, al que entró en 1903 como profesional contratada, sentando así un precedente en España, afiló su plumilla para escribir sobre verdades embarazosas. Lo hizo bajo distintos pseudónimos, siendo el más célebre el de Colombine, que le acompañaría gran parte de su vida de manera irónica, ya que este concepto encarna a la mujer frágil, caprichosa e inconstante de la comedia del arte italiana. Destacada fue su participación en tertulias con intelectuales de la talla de Miguel de Unamuno, Gregorio Marañón, Juan Ramón Jiménez, Sorolla o Ramón Gómez de la Serna, inventor de las greguerías y su pareja sentimental durante dos décadas, entre muchos otros.

A modo de curiosidad, fue la primera redactora de ABC y una de las primeras mujeres corresponsales de guerra de España, al cubrir desde Melilla la Guerra del Rif en Marruecos. A lo largo de su vida escribió más de 10.000 artículos, publicados en más de un centenar de periódicos. Su obra literaria es también extensa, compuesta, entre otros, por cuentos, novelas, manuales de denuncia social, biografías, traducciones o cuadernos de viaje -ya que otra de sus pasiones fue conocer distintos lugares del planeta-.

Murió en plena Segunda República, justo cuando fueron reconocidos derechos como el matrimonio civil, el divorcio y el voto femenino. Por fortuna para ella, no vivió lo que vendría después, la Guerra Civil y el régimen franquista, el cual se encargó de borrar sus huellas, incluyendo su nombre en la lista de autores prohibidos y desterrando su obra de bibliotecas y librerías.

Sin embargo, son numerosas las voces que claman por sacarla del olvido. Al fin y al cabo, su defensa de la igualdad de géneros no dista mucho de la planteada hoy. En su obra La mujer moderna y sus derechos, escrita en 1927, aseguró que “no es lucha de sexos, ni la enemistad con el hombre, sino que la mujer desea colaborar con él y trabajar a su lado”. Sorprende que, casi un siglo después, esta reivindicación siga estando vigente.

Isabel Bermejo

Periodista y Consultora de Comunicación