Para hablar de las mujeres en el flamenco hoy nos deberíamos retrotraer a aquellas que en el flamenco han sido. Porque, sin duda, sin su labor, sin su ejemplo y su legado no se podría entender ni concebir el flamenco tal y como lo conocemos en la actualidad.

En este arte, como en todo en la vida, la mujer no siempre lo tuvo fácil. Ni mucho menos. Con el nacimiento de la profesionalización de este arte, es decir, con su paso del ámbito popular y familiar a los escenarios, la mujer se encontró con un doble escollo. El primero de ellos, el de su propia familia, que rechazaba que una mujer, en aquella época, actuara en tabernas y cafés cantantes. Y el segundo, del entorno social, con un enorme dominio del patriarcado, en el que la mujer tenía -en todos los órdenes, en todos los campos- un papel secundario pese a su importancia real, y que no veía con buenos ojos a las mujeres que decidían tener o simplemente tenían protagonismo en cualquier faceta de la vida. Tía Anica la Piriñaca, esa magnífica cantaora jerezana, nos cuenta -en un libro impagable en el que Ortiz Nuevo recogió sus memorias- la prohibición de cantar incluso en reuniones familiares por parte de su marido. Cuando enviudó, necesitó trabajar y pudo desarrollar el arte que le gustaba desde pequeña, dejándonos, así, el preciso y precioso legado de su cante.

Por fortuna, desde siempre han existido mujeres valientes, mujeres decididas que, contra convencionalismos y normas, han superado estereotipos y se han dedicado a desarrollar el don y el talento con el que nacieron. Porque don y talento tampoco entienden de sexos. Y se convirtieron en primeras figuras con un lugar propio en la historia del flamenco.

Ahí están La Cuenca, La Andonda o La Campanera. Carmen Dauset, La Serneta, la guitarrista Adela Cubas. La Argentina, o La Argentinita y su inmenso papel en la intelectualidad del tiempo de Lorca. La Macarrona y La Malena, La Repompa y Carmen Amaya, María la Canastera. La Niña de los Peines.

Llegados a este punto, debemos detenernos en esta última cantora, Pastora Pavón, La Niña de los Peines, cuyos registros sonoros han sido declarados Bien de Interés Cultural por la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, que causó la admiración de los aficionados (entonces ellos seguían siendo inmensa mayoría) y que muchas cantaoras de hoy en día tienen como referente y maestra del cante.

Y tras ella, La Perla de Cádiz, La Paquera. Las hermanas Fernanda y Bernarda de Utrera. La Perrata… Son solo algunos de los nombres que podríamos destacar a lo largo de la historia del flamenco. Una historia que evolucionó a través de diversas etapas. Con ellas evolucionó también el papel de la mujer. Un papel que, además, desarrolló en una doble vertiente: como transmisora oral del conocimiento y como profesional y protagonista en primera persona del hecho flamenco.

Decía Camarón, por poner solo un ejemplo, que todo lo que sabía del flamenco lo había aprendido de su madre Juana.

Y ahí están ahora, y para siempre, Matilde Coral, Cristina Hoyos, Esperanza Fernández, Carmen Linares, Sara Baras, Eva Yerbabuena, Manuela Carrasco, Rocío Molina. Y muchas, muchas mujeres que cantan, que bailan y alguna que hasta incluso “se atreve” a tocar la guitarra, terreno que parecía vetado para la mujer bajo el pretexto de que no tenía fuerzas para rasguear las cuerdas. Antonia Jiménez o Celia Morales se están encargando, sobre el escenario, de quitarle razón a este insustancial argumento.

Mª Ángeles Carrasco Hidalgo

Directora del Instituto Andaluz del Flamenco