Esta mañana, en un diálogo abierto y sincero con algunos amigos, buscábamos respuestas a la crisis cultural que atraviesa no solo España, sino todo el Occidente, en el contexto de una transición histórica hacia probables nuevos paradigmas culturales. Tratando de retratar el momento, usaba la imagen vertiginosa del borde de un precipicio. No quisiera dar a entender que todo es negativo, pero OLYMPUS DIGITAL CAMERAsi quisiera subrayar que abundan en la llamada cultura actual ingredientes nocivos como la banalidad, la superficialidad y, en muchos casos, la presunción. Hay mucho ruido y pocas nueces, como decían nuestros abuelos y, sobre todo, la gran ausente es la belleza. Y un mundo donde la belleza no es considerada, donde es sustituida por la moda o por la cacofonía mediática, es un mundo de cartón piedra perecedero y vacío que produce intranquilidad, porque además incluso prescinde, en muchas ocasiones, de la búsqueda de la verdad.

He viajado mucho, por lugares desarrollados y subdesarrollados, atrasados y modernos, constatando, y así lo anotaba en mis diarios de viaje, que allí donde no se cultivaba la belleza faltaba la justicia social, relucía poco la bondad, imperaban los estragos terroristas, el odio y la desesperanza, y crecían y se reproducían tensiones sociales y políticas, incluso con un entorno donde una paradisiaca naturaleza revelaba su esplendor y su misterio. La belleza no es algo estático, es una pulsión natural del ser humano que va cultivada y donada.

La belleza es la armonía que todo concilia. La belleza nos conduce al pensamiento y, en muchos casos, se convierte en esplendor de la verdad. Sin embargo, a menudo es banalizada o renegada, es sinónimo de hedonismo y en numerosas ocasiones de superficialidad. Desaparece porque contagiada de un virus que la carcome por esa tendencia que desvía al ser humano de la esencialidad de las cosas, centrándolo más en los argumentos y en los relatos que en los valores de la conciencia y en la verdad misma. Occidente, ese lugar privilegiado que surgió del humanismo griego-romano, fecundado por el humus judeo-cristiano, sigue ahogándose en una crisis de indiferencia con respecto a todo aquello que tenga que ver con cualquier forma de Absoluto, reduciendo la vida a una temporalidad efímera, ruidosa y en el fondo angustiosa. Si queremos salvarnos no podemos seguir sustituyendo las estrellas por la insignificante luz de las farolas. Dostoyevski sugirió con razón que la belleza puede salvar al mundo.