Hace unos días me visitó Aránzazu. En los primeros minutos de la conversación improvisamos un intercambio de frases sobre el tiempo seco y las temperaturas suaves que nos acompañan en este final de enero. Su entrada en el despacho fue para mí, como siempre, una bocanada de aire fresco. Aránzazu sonríe con la mirada. Su vocación es la fotografía y yo aprovecho siempre de las confidencias que me regala, sobre los detalles que acompañan sus excursiones fotográficas, para enriquecer y alimentar la curiosidad y esa sed de belleza que nunca se apaga.

Cada vez que hablamos de fotografía tengo la sensación de celebrar un tierno e íntimo homenaje a esa armonía que sabe captar la mirada del artista y que eleva a quien la contempla. Comprendo por qué la fotografía está considerada un arte más. La mirada del fotógrafo-artista, como la mano que maneja el pincel, es una herramienta para expresar las más bellas expresiones y emociones. Una fotografía posee como la obra de arte la personalidad de su creador.

Informaria 083Pasamos un buen rato hablando de cómo en los recorridos diarios y rutinarios que realizamos por las calles de nuestra ciudad, de vez en cuando, hay algo nuevo que llama nuestra atención y nos regala una imagen en la que nunca habíamos deparado sorprendiéndonos y llenándonos de estupor.

A propósito de estas sorpresas que nos depara a veces la ciudad, Aránzazu me contaba que la noche anterior saliendo del trabajo, había decidido volver a casa, haciendo otro recorrido. La tarde se iba cubriendo de sombras y el frío comenzaba a ser punzante. Con las manos metidas en los bolsillos de su abrigo atravesó la plaza de San Andrés, al fondo, un templo católico y sede de una parroquia sevillana del centro histórico, que ocupa una manzana rectangular delimitada por las calles Daóiz y Angostillo, y las plazas de San Andrés y de Fernando Herrera atrajo su mirada. Las puertas estaban abiertas y Aránzazu sintió el impulso de entrar. Atravesó la cancela y su mirada se cruzó con la sonrisa luminosa y el hábito negro de una monja que salía del templo. En el interior no había nadie y de pronto se preguntó qué es lo que venía a hacer a esa hora. Aquel silencio y penumbra, aquellos olores en el aire habituales de las iglesias; mezcla única de cera e incienso la sedujeron. Aránzazu giró a la derecha y se dirigió al fondo, a la capilla cercana al Altar. Sobre el muro de fondo de la Capilla se encuentra una parte de la sillería del coro de la Parroquia de San Andrés -obra en madera datada hacia 1800. De la madera, en relieve, surgían cuatro figuras. Una que supo reconocer era la de San Pedro, que llevaba en su regazo las llaves que lo simbolizan. Sus ojos se clavaron en esas imágenes que surgían de la madera, el artista había contemplado en aquel trozo de madera las imágenes que se encendían dentro. Su habilidad había logrado sacarlas a la luz. Aquella obra le parecía completa, no sólo estéticamente bella, sino que además elevaba, como la mirada de San Pedro, el hombre a lo sagrado.

Una vez más constataba que la armonía es, en cierto modo, la huella de Dios.

Manuel Bellido
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