Innumerables han sido las ocasiones en las que de pequeña habré preguntado a mis padres: ¿María? ¿Por qué no otro nombre? Y es que María es ese tipo de nombre del que todos dicen: ¡es bonito! Pero quien lo tiene, piensa: ¡uff… qué común!, al tiempo que se pregunta: ¿no pudieron ser un poco más originales?

María-CanoPues bien, recuerdo perfectamente el día que dejé de hacer esa pregunta. Y fue el día en el que me enteré de por qué me llamaba así. ¡Sí! Había un porqué más allá del típico ¡nos gustaba! Y la respuesta fue ‘María la cosaria’. Así era conocida en Constantina, un municipio de la Sierra Norte de Sevilla, la abuela de mi padre. Una mujer cuyo marido fue fusilado en la Guerra Civil Española y que, entre los años cuarenta y setenta, para salir adelante, se ganaba la vida tramitando gestiones y llevando cosas de Sevilla a Constantina y de Constantina a Sevilla.

Puede que en pleno siglo XXI sea difícil de entender esta figura, o que esta fuera una manera de ganarse la vida, pero debemos contextualizar y situarnos en unos años en los que nada tenía que ver a lo que hoy día conocemos. Una época en la que no era habitual viajar, en la que las comunicaciones eran muy limitadas y en la que en un pequeño pueblo de sierra no se tenía acceso a muchos recursos. En ese momento, era habitual la figura del cosario. Y en Constantina tenía nombre de mujer.

Todos los lunes, miércoles y sábado durante 30 años, hiciera el tiempo que hiciera, e independientemente de la fecha que fuera, María se levantaba muy temprano, cogía ‘La Bética’, que es como comúnmente se conocía al autobús que unía Constantina y Sevilla, y hacia las gestiones que le solicitaban. Trasladaba paquetes, tramitaba asuntos con la Seguridad Social y los hospitales y realizaba numerosos pedidos. Y todo ello lo organizaba cuidadosamente desde sus dos “oficinas”: su casa, situada en Constantina y una pensión ubicada en la calle San Eloy, de Sevilla. Tantos viajes realizó, que al final de su vida profesional ya no pagaba ‘La Betica’.

Pero María escondía un secreto que nadie supo hasta el final de su vida: no sabía ni leer, ni escribir. Su prodigiosa memoria le permitía llevar correcta y cuidadosamente todas las gestiones, convirtiéndose en un referente del municipio, conocida y respetada por todos. Una mujer que, como a tantas otras, le tocó vivir una vida difícil en un momento aún más difícil.

María falleció en el año 1982 y nunca tuve la oportunidad de conocerla, pero desde que era niña siempre recuerdo como mi padre, con nostalgia y cariño, cuenta sus historias, y como cuando él ya vivía y estudiaba en Sevilla, le visitaba en su descanso entre clases. Así que, desde que me enteré de que es lo que llevo a mis padres a llamarme María, no sólo no he vuelto a cuestionar el porqué de ese nombre, sino que desde entonces lo llevo con orgullo.

María Cano Rico
Periodista