Al amparo del Despotismo Ilustrado de Carlos III, se graduó en la Universidad de Alcalá en una época en la que solo los hombres tenían acceso a estas instituciones

Dicen que uno es de donde nace, aunque bien pudiera ser también de donde muere si la tierra en la que pereces te rinde casi tantos honores como en la que creces. Este es el caso de María Isidra Quintina de Guzmán y de la Cerda, que pasó en Córdoba sus últimos años de vida tras su matrimonio con Rafael Antonio Alfonso de Sousa de Portugal y donde dio a luz a sus cuatro hijos.

Pero su corta historia bien merece un largo recordatorio. La nobleza le vino de cuna, era hija de dos aristócratas, Diego Ventura de Guzmán y Fernández de Córdoba, marqués de Aguilar de Campoo y de Montealegre y conde de Oñate, y María Isidra de la Cerda, duquesa de Nájera y condesa de Paredes de Nava. Las malas lenguas comentan que los logros de Isidra de Guzmán o María de Guzmán fueron fruto de su buena educación, de la época que vivió y del estrecho vínculo familiar con el rey Carlos III, pero puede que sus méritos no se cuestionaran tan vehemente si estuviéramos hablando de un hombre.

En la década de los 80 del siglo XVIII, cuando María Isidra contaba con 16 años, estaba ya bastante instaurado el Despotismo Ilustrado en España, corriente conocida por su máxima “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. El poder absoluto de la Monarquía era incuestionable, con Carlos III al frente, pero se basaba en el concepto del rey amante de las artes y las ciencias, rodeado de gobernantes ilustrados como fueron Floridablanca, Campomanes, Pablo de Olavide o Jovellanos, entre otros. Juntos quisieron impulsar reformas para lograr el progreso y bienestar de la sociedad.

En este contexto, el rey trató de conceder un nuevo papel a la mujer aristócrata intelectual, haciéndole partícipe de la vida ilustrada del momento, y no encontró para ello mejor modelo que a una joven de inteligencia natural, habitual de los salones literarios, perspicaz, ingeniosa, con facilidad para los idiomas, tanto clásicos como modernos, y con una memoria prodigiosa, como era María Isidra de Guzmán. Conocedor de sus virtudes, el director de la Real Academia Española no tardó en nombrarla socia honoraria de la institución, siendo así la primera mujer en conseguir tal distinción.

Meses más tarde quiso un título universitario, pero las mujeres no tenían acceso a estos centros educativos. El rey le concedió permiso para que pudiera examinarse en la Universidad Complutense de Alcalá de Henares y fue así como logró graduarse en Filosofía y Letras Humanas, obteniendo el doctorado con todos los honores -pionera en España en alcanzar este título- y siendo también nombrada Catedrática Honoraria de Filosofía Moderna, consiliaria perpetua de la Universidad y examinadora de cursantes filósofos. Habría que esperar casi un siglo, hasta 1882, hasta que otra mujer recibiera el grado de doctora: Martina Castells Ballespí, en el campo de la medicina.

María Isidra también fue la primera mujer en ingresar en una Real Sociedad o, mejor dicho, en dos, la Vascongada de Amigos del País y la Económica Matritense, provocando con esta última que otras mujeres ilustres se animaran a formar parte de ella, naciendo así la Junta de Damas.

A pesar de estos reconocimientos, la obra que dejó fue muy escueta. Su matrimonio con un hombre menos culto la distanció de Madrid y se vinculó desde entonces a la provincia cordobesa. El cuidado de sus hijos, su delicada salud y el cambiante clima político, tras el estallido de la Revolución Francesa y de las crisis económicas en España, ya bajo el mandato de Carlos IV, hicieron que prefiera apartarse de la vida pública. Murió a los 35 años y fue enterrada en la iglesia de Santa Marina de Aguas Santas, Córdoba. En el segundo centenario de su fallecimiento, el municipio de Guadalcázar le rindió homenaje en forma de monumento. Y, en su memoria, llevan su nombre las calles “Doctora de Alcalá”, en Alcalá de Henares”, y “María de Guzmán”, en Madrid.

Isabel Bermejo

Periodista y Consultora de Comunicación