Aprendió a dar patadas a un balón viendo a los marineros ingleses que jugaban en el puerto y para poder disputar partidos tuvo que fingir ser un hombre

Mi actual destino profesional hace que pase, casi cada día, por el Estadio Municipal Cuna del Fútbol Español, ubicado en el barrio Alto de la Mesa de la localidad onubense de Riotinto. Fue en este municipio donde los ingleses que trabajaban a finales del XIX en los yacimientos mineros propiedad de la Rio Tinto Company Limited jugaron por primera vez en España a este deporte, a modo de entretenimiento, tras sus jornadas laborales. Otros puntos de entrada del football en el país fueron zonas portuarias, en las que marineros y comerciantes ingleses llegaban para hacer negocios, tal como sucedía en la ciudad de Málaga. Fue aquí donde una niña nacida en 1908, hija de un estibador de puerto, tuvo su primer contacto con el considerado hoy como deporte rey. Se trata de Ana Carmona Ruiz, conocida como Nita.

En la actualidad, el fútbol femenino en España está en plena ebullición, ha dejado de ser invisible gracias a las victorias internacionales de la selección española y al creciente interés del público. En solo tres años, del 2014 al 2017, el número de jugadoras federadas en España creció un 41% y más de 60.000 personas, todo un récord, vieron el encuentro entre los equipos femeninos del Atlético de Madrid y el Barça en el nuevo estadio Wanda Metropolitano. Pero este buen momento para las jugadoras de fútbol es muy reciente.

Para entender la historia de Nita hay que conocer también la etapa en la que vivió. A principios del XX, aún no se veía con buenos ojos que un grupo de hombres sudara detrás de un balón. Mucho menos una mujer. En Galicia, conocemos el caso insólito, y único, de Irene González, que jugó como portera en algunos equipos locales. Entrada la Segunda República, el fútbol femenino empezaba a abrirse paso, aunque su auge duró poco. Con la llegada del franquismo, fue condenado de nuevo al ostracismo.

Nita aprendió a dar las primeras patadas a un balón imitando a los ingleses que se divertían en las explanadas del muelle de la dársena malagueña. Luego empezó a jugar con los niños de su barrio, pero cuando sus padres descubrían en su cuerpo arañazos y moratones que le dejaban los partidos la castigaban. Gracias a su abuela Ana, que conocía su afición, y que colaboraba en la lavandería de un colegio salesiano con un campo de fútbol propio, encontró la complicidad del sacerdote Francisco Míguez. Este le dejaba entrar en la lavandería, practicar con el balón antes de los partidos y llevar agua a los jugadores. Más adelante quiso unirse a las filas de uno de los equipos locales, el Sporting de Málaga, y para ello se cortó el pelo, escondió entre vendajes y ropas anchas su anatomía y se camufló entre el resto de jugadores, sobre todo en partidos solidarios.

No siempre pasó desapercibida, o era delatada por compañeros a los que no les agradaba su presencia en el campo, y en alguna ocasión fue sancionada o arrestada por alteración del orden público. Finalmente, su familia, amparada por las opiniones de un tío médico que aseguraba que la práctica de fútbol era perjudicial para la estructura corporal de las mujeres, fue trasladada a la localidad malagueña de Vélez-Málaga con unos parientes.

Paradójicamente aquí, por intermediación de un primo, se convirtió en una de las estrellas del Vélez C.F, que, en los años 20 y 30, competía en las categorías provinciales no federadas. Así lo descubrió el periodista Jesús Hurtado cuando escribía su libro Vélez 75 años de fútbol. En su proceso de documentación supo que sus compañeros la apodaron Veleta, para que pudiera infiltrarse entre los demás, por sus cambios de mujer a hombre, y viceversa, antes y después de cada partido. Con este nombre figura en las alineaciones de los programas oficiales de la época. Sus destrezas deportivas hicieron que la afición le dedicara incluso un cántico, que rezaba así: “¿A dónde vas club veleño con tus cinco delanteros? Voy al campo del (club rival) con Veleta para meterle 5-0″.

Allí tuvo menos problemas y destacaba jugando, pero nunca hablaba, nunca protestaba, no quería ser descubierta. Murió con 32 años, víctima de una fiebre exantémica, conocida entonces como el piojo verde. Parte de su funeral fue sufragado por sus compañeros de equipo y fue enterrada, por deseo propio, con la camiseta de su club del alma, el Sporting de Málaga. De su etapa como futbolista se conserva una fotografía de 1924 junto a sus compañeros del Vélez, en la que es imposible reconocerla como mujer. Tirando de buen humor y astucia, sí consiguió hacerse en vida una foto al natural, como mujer futbolista, con la equipación del Sporting de Málaga, usando como excusa que era Carnaval. Un claro ejemplo de perseguir un propósito sin miedo a los límites construidos por la sociedad. 

Isabel Bermejo

Periodista y Consultora de Comunicación