Lejos de los convencionalismos sociales de la convulsa época que vivió, esta princesa y poetisa, mezcla de sangre omeya y cristiana, es hoy leyenda y símbolo de libertad

Hubo una vez, allá por el siglo X, una etapa de gran esplendor cultural en el territorio que por aquel entonces era conocido como Al-Ándalus. Se trataba del Califato de Córdoba, estado musulmán que tenía en esta ciudad su capital y que llegó a convertirse en el epicentro del imperio en Occidente, compitiendo en poder y prestigio con sus dos grandes bastiones: Bagdad y Constantinopla. Durante este período histórico, Córdoba se pobló de bibliotecas, sumando unas 70, y en ella fueron inauguradas una universidad, una escuela de medicina y un centro de traducción de griego y hebreo a árabe. En este contexto hubo gran cantidad de pensadores que destacaron en disciplinas como matemáticas, astronomía o la propia medicina.

También proliferó la poesía, ya que esta tuvo un enorme impacto en las altas esferas, pues se empleaba con frecuencia para alabar a los dirigentes y para narrar hechos que acontecían a su alrededor. Las composiciones hispánicas se mezclaron con las islámicas y viceversa, dando lugar a géneros nuevos o híbridos. Fue en este escenario donde nacieron la moaxaja, que termina en una estrofilla final conocida como jarcha, o el zéjel, que consta de un estribillo de un verso más una rima de entre tres y cinco versos cortos.

En este marco nació también Wallada bint al-Mustakfi, descendiente de uno de los últimos califas de Córdoba, con sangre omeya, y de una esclava cristiana. Su adolescencia trascurrió entre guerras, intrigas y cambios de poder a base de traiciones y asesinatos. De fuerte carácter, inteligente y perspicaz, con una belleza que no pasaba desapercibida, huyó de los convencionalismos sociales y enarboló, en una época convulsa como esta, la bandera de la libertad. Libertad de pensamiento, para vivir y para amar, según sus propias reglas, por lo que se granjeó partidarios y detractores a partes iguales.

Su padre murió sin descendencia masculina y Wallada aprovechó su herencia para habilitar un palacio en el que se dedicó a educar a chicas de buena familia o a iniciar a esclavas en la literatura. También en él compartía parte de su tiempo con poetas contemporáneos. Rompió otros estereotipos de la mujer musulmana, pues prescindió del uso del velo, bordaba versos en sus vestidos o en túnicas transparentes, al más puro estilo de los harenes de Bagdad, y participaba en ocasiones en competiciones literarias masculinas. Tenía talento, también picardía, como ponen de manifiesto las obras firmadas por ella que aún se conservan.

En torno a Wallada, y a su historia de amor con el también poeta Ibn Zaydun, se ha construido una leyenda. En sus versos narró sus pasiones, de forma explícita, pero también sus miedos, sus anhelos, sus reproches, usando en muchos de ellos un audaz tono satírico.

Lo cierto es que Wallada e Ibn Zaydun intercambiaron composiciones, que, sin pretenderlo, son el legado de su ardiente deseo, al principio, y del despecho entre ellos tras su ruptura. La poetisa nunca perdonó a Zaydun su traición con otra mujer y se lo hizo pagar a través de uno de sus conocidos enemigos, el visir Ibn Abdus, que la cuidó y estuvo con ella hasta el fin de sus días.

Pero la historia de Wallada e Ibn Zaydun ha sobrevivido al paso del tiempo, no solo por hallarse escrita en verso. También la recuerda el Monumento a los Enamorados en el centro histórico de Córdoba, un templete con cuatro columnas y un tejado bajo el que se encuentra un pedestal con las manos entrelazadas de ambos protagonistas. Sobre este, dos poemas grabados por cada uno en español y árabe, uno de los cuales, escrito por Wallada, reza así: “tengo celos de mis ojos, de mí toda, // de ti mismo, de tu tiempo y lugar // aún grabado tú en mis pupilas // mis celos nunca cesarán…”. Lástima que la gran historia de amor de esta princesa no tuviera, en esta ocasión, final feliz.

Isabel Bermejo

Periodista y Consultora de Comunicación