La mañana del 29 de octubre, dos mujeres entraban en una iglesia. Quizás porque lo hacían habitualmente, quizás porque les cogía de camino al trabajo, o quizás habían entrado por una necesidad que muchos sienten en estos momentos dolorosos y difíciles: rezar por un enfermo, encontrar fuerzas para afrontar la búsqueda de empleo, para pedir por las necesidades del día a día o, simplemente, para respirar un poco de paz y sosiego, en ese silencio acogedor.

Un gesto sencillo y libre. Pocos minutos después les sorprendía una aterradora locura.

Cuánta rabia debió haber tenido el joven terrorista en su corazón para no ver a quiénes tenía   frente a él: una anciana y una joven madre. La primera de setenta años con la que el joven asesino no tuvo que hacer un gran esfuerzo para dominarla y casi decapitarla. Allí, mientras rezaba absorta e indefensa arrodillada en un banco de la iglesia.

La otra mujer, mucho más joven, intentó desesperadamente escapar, logrando refugiarse en un bar, donde murió diciendo: «Díle a mis hijos que los quiero». Tenía dos hijos. El sacristán de la iglesia de Notre-Dame de Niza también tenía dos hijos, y también lo encontraron muerto sobre un charco de sangre, junto a la pila bautismal.

Un gesto atroz de ferocidad meditada encadenando otros gestos de terror que se produjeron ese mismo día, con el único objetivo de golpear a los cristianos mientras rezaban.

¿Actos de locura? ¿Piezas de una rompecabeza desquiciado? ¿Astillas sueltas de un madero? Ciertamente. ¿Son el Islam y el terrorismo islámico dos cosas distintas? Ciertamente. Pero quizás en la redacción de Charlie Hebdo, antes de izar la bandera de la «sagrada» libertad de expresión, deberían preguntarse cuánto pueden afectar sus publicaciones a las mentes fanáticas. Nuestras acciones, nuestros gestos, nuestras palabras tienen consecuencias en los demás. Y, en este caso, hubo un antecedente muy doloroso en enero de 2015 que todos recordamos, con los devastadores atentados que ensangrentaron los meses sucesivos.

Y hoy como entonces me pregunto y os pregunto: ¿la sátira -que incluso puede incluir el desprecio de la religión (cualquier religión)- es verdaderamente libertad de expresión o no corre el riesgo de convertirse en una forma de pisotear los derechos y creencias de los demás?

Martin Luther King, que algo sabía de derechos pisoteados, dijo que «mi libertad termina donde comienza la tuya». Y esto significa que, sin respeto al otro, la libertad no es auténtica, porque ha dejado fuera la igualdad y pisoteado la fraternidad.

Repito: nuestras acciones, nuestros gestos, nuestras palabras tienen consecuencias en los demás. No somos astillas sueltas, no somos individuos aislados en el pedestal de nuestra superioridad. Somos personas que crecemos, maduramos y nos realizamos en la medida que desarrollamos relaciones interpersonales: en la familia, en nuestro entorno laboral, en el tejido social. En otras palabras, nuestra dimensión es la reciprocidad.

Anna Conte

Directora de Mujeremprendedora