La hemos nombrado tantas veces para negarnos a hacer algo, que muchos pensarán que es un personaje inventado, ajenos al talento de quien llenaba cafés y teatros en los siglos XIX y XX

La riqueza de la lengua castellana es innegable, tanto en conceptos como en número de verbos, pero también en refranes, expresiones y dichos populares. Algunos de ellos tienen como protagonistas a personas, a veces reales, a veces fruto de leyendas urbanas, y, a pesar de que los usemos de manera constante en nuestras conversaciones cotidianas, poco nos detenemos a pensar si existieron y, si es así, quiénes fueron. Es el caso, por ejemplo, de “Perico el de los Palotes”, “Pepe Leches”, “Mari Castañas” o “El Tato”, todos ellos presentes en nuestra forma actual de comunicarnos y transmitidos de generación en generación.

Otro ejemplo igualmente popular es el que siempre viene a nuestra mente cuando nos encomiendan hacer alguna tarea que nos disgusta o afrontar un pago que no teníamos previsto, ¿quién no ha dicho alguna vez eso de “esto que lo haga Rita La Cantaora” o “que te lo pague Rita La Cantaora”? Pero, ¿quién era y cómo surgieron estas expresiones?

Nacida en Jerez de la Frontera a mediados del siglo XIX, Rita Giménez García, su verdadero nombre, era una enamorada de la copla, que disfrutaba tanto del cante y el baile flamenco que hizo de estos su medio de vida. Su talento no pasó inadvertido, por lo que desde bien joven encontró su hueco en los cafés madrileños, actuando junto a otros artistas más reputados de la época como Juan Breva, La Macarrona, José Barea, Fosforito, Las Coquineras, Maneli o el Niño de Escacena, entre otros.

Su fama fue en aumento a finales del siglo XIX y principios del XX, levantando simpatías y enemistades allá por donde pisaba. Malagueñas y soleares, además de bulerías, eran su especialidad y pronto empezó a ocupar también espacios en revistas y publicaciones contemporáneas que aún se conservan.

Disfrutaba y amaba tanto su trabajo que no había actuación que le propusieran que no aceptara, sin importarle en exceso cuánto le pagaran, por lo que su nombre aparecía en un sinfín de carteles. Este parece ser el origen de la popular expresión, en torno a la cual han surgido dos teorías. Por un lado, se dice que nació de sus propios compañeros de cafés y teatros, que recomendaban los servicios de Rita cuando ellos no querían actuar en algún sitio o aceptar algún encargo, a sabiendas de que ella sí querría. Otros aseguran que surgió de quienes le tenían cierta envidia o animadversión y, cuando no estaban conformes con las cantidades que le ofrecían por sus actuaciones, decían al empresario o intermediario de turno el ya famoso “que lo haga… o lo va a hacer… Rita La Cantaora”.

Lo cierto es que Rita no vivió rodeada de lujos, lo que ganó lo gastó. No tuvo descendencia propia, pero acogió como suyos a la hija y cuatro nietos de Manuel González Flores, a quien conoció en Carabanchel cuando se trasladó a vivir allí con su amigo el bailaor Patricio el Feo. Manuel murió de forma súbita en 1930, por lo que Rita quedó al cuidado de la familia, a la que ayudó en todo cuanto pudo.

Su última actuación sobre un escenario fue en 1934, a los 75 años, cuando su amigo Fosforito la invitó a un festival solidario en el madrileño Café de Magallanes en beneficio de un compañero que lo estaba pasando mal y en el que cantó, entre otras, su malagueña y soleá preferidas. Esta última dice así: “Males que acarrea el tiempo/ quién pudiera penetrarlos/ para ponerles remedio/ antes de que viniera el daño”.

Ya en el año 36, la Guerra Civil la hizo huir y convertirse en refugiada en Castellón, en la localidad de Zorita del Maestrazgo, donde la parca la alcanzó solo un año después y donde descansan sus restos, lejos de su Jerez natal. Lástima que, con el tiempo, su valía como artista haya quedado eclipsada por un canto eterno a la negación.

Isabel Bermejo

Periodista y Consultora de Comunicación