Como si se tratase de la mismísima Rosalía, causó tal furor a mediados del XIX que se acuñó la expresión Delirium Pepitatorium para describir a la pasión de sus fans

Rememorar a Pepita de Oliva, o Josefa Durán y Ortega, como era su verdadero nombre, es también traer a nuestra mente a una de las más significativas expresiones del folclore nacional y, especialmente, andaluz. Se trata del baile bolero, que tuvo su esplendor en los siglos XVIII y XIX y que, con el paso del tiempo, fue ganando en popularidad, gracias también a la proliferación de academias en las que moldeaban a los bailarines de la época. Técnica y elegancia se daban la mano en cada espectáculo y acabó dejando su huella en el baile flamenco, hoy más reputado a nivel internacional.

En el baile bolero se sitúa el inicio de la historia de Pepita, malagueña de ascendencia gitana, nacida en 1830. Una de esas mujeres de casta que destacan por lo que muchos ansían, porque se tiene o no se tiene, pero que no se aprende: el carisma. De Lola Flores, La Faraona, solía decirse que “no canta ni baila, pero no se la pierdan”. Y este poder de seducción, esa personalidad hipnótica, fueron factores que compartió, con un siglo de diferencia, con quien se hacía llamar La Estrella de Andalucía. Pepita era bolera, sin la calidad suficiente como para formar parte de los cuerpos de baile nacionales, pero, con la ayuda de su marido, el también bailarín y profesor de danza Juan de la Oliva -de ahí su apodo-, consiguió hacerse un hueco en los escenarios de Burdeos, París, Copenhague, Viena, Londres, Stuttgart, Leipzig, Berlín, Múnich o de todo el Imperio Austrohúngaro.

Su fama no paraba de crecer y sus actuaciones no dejaban indiferentes a sus espectadores. Una legión de fans la esperaba tras cada espectáculo, hasta tal punto de que este fervor que desataba en la Europa de mediados del XIX hizo que se acuñara la expresión Delirium Pepitatorium, una locura por Pepita que traspasó a otras expresiones artísticas. El autor del Berliner Couplet, August Conradi, compuso en su honor la Pepita Oliva Polka, como también hiciera Johann Strauss hijo, que le dedicó la Polka-Pepita, opus 138. También existe una marcha militar que lleva su nombre, la Pepita-Marsch.

Su estilo al vestir, de inspiración española desenfadada, con escotes de vértigo, encajes negros y cinturas apretadas también caló entre quienes la admiraban, impactando incluso en el léxico europeo: en checo aún se llama pepitahosen a un tipo de pantalón; y los polaco pepitka y alemán der/das pepita hacen referencia a una tela con diminuto ajedrezado de color negro y blanco que ella solía utilizar en sus actuaciones.

Vivió como quiso, sin compromisos, sin ataduras y, aun casada con Juan de la Oliva, conoció en París en 1852 al amor de su vida, el diplomático Lionel Sackville-West, que tampoco era soltero. Desde entonces no se separaron y establecieron su residencia en un hotel en Arcachón (Francia), que pasó a denominarse Villa Pepita. Allí se apagó la luz de la estrella andaluza, a los 41 años, tras uno de sus partos.

De aquellos barros, estos lodos

De sus cinco vástagos, Maxilien, Flora, Amalia, Henry y Victoria, esta última fue a su vez madre de la novelista Vita Sackville-West. Como su abuela, fue un alma libre, excéntrica y ajena a todo convencionalismo. Pese a su matrimonio con Harold Nicolson, ambos mantenían una relación abierta. Vita era además bisexual y, durante gran parte de su vida, estuvo ligada a Violet Trefusis, con quien recorrió Francia vestidas de hombre en un viaje que ha sido inmortalizado para siempre en la historia de la literatura. La más celebre entre sus múltiples amantes fue la escritora Virginia Woolf, que recogió este pasaje en su archiconocida obra Orlando. Vita siempre tuvo especial admiración por su abuela, a la que otorgaba un halo romántico del que dejó testimonio en su libro Pepita, que fue también un homenaje a su madre Victoria, repudiada por la sociedad victoriana en la que creció. Tres mujeres de tres épocas que, pese a sus circunstancias, tuvieron un factor en común: no permitirse a sí mismas ser “pájaros en una jaula”.

Isabel Bermejo

Periodista y Consultora de Comunicación