Todavía es tiempo de COVID, pero no se respira el ambiente que caracterizó la emergencia de la primavera, cuando la primera ola del virus nos sorprendió y golpeó traicioneramente. La crudeza de la pandemia había sabido sacar de lo más profundo de nosotros lo mejor de nuestros valores: gestos de solidaridad, entendimiento mutuo, cercanía con nuestros familiares -aunque físicamente estuvieran distantes- posibilidad de entablar relaciones con vecinos previamente desconocidos… Llegó el verano y ya habían desaparecido de los balcones carteles y pancartas con frases esperanzadoras, quizás porque habíamos comenzado a circular por la ciudad, aunque con algunas limitaciones, y con la ilusión de que estábamos recuperando la llamada normalidad.

Luego, con la llegada del otoño, parecíamos todos   sorprendidos por lo que estaba pasando -¡no sabemos por qué «sorprendidos», si los expertos nos habían advertido y alertado claramente de lo que venía!- en la segunda ola. En esta etapa, sin embargo, no repetimos ese tipo de gestos ni difundimos los mensajes esperanzadores de la primavera, ni forjamos otros nuevos con símiles características. Sin embargo, todavía es tiempo de COVID, un virus que nos acompañará durante mucho tiempo, a pesar de la inminente llegada de la vacuna. ¿Qué ha cambiado?

Es cierto que, a estas alturas, a nadie se les escapan las preocupantes cifras de la economía o del paro y, lo peor, es que no se trata solo de números sino de personas con nombre y apellido. Las medidas tomadas para atender la emergencia, incluso las calibradas y focalizadas, parecen y son en todo caso insuficientes dada la magnitud de la emergencia económico-sanitaria.

Se necesita más para resistir a la ola que nos ha embestido en este tiempo. Necesitamos algo más que ese tipo de «optimismo nacido de voluntad» que nos había sostenido en primavera y que el tiempo y la realidad de ahora han puesto en crisis.

Se acerca la Navidad. Y con razón se habla de «salvar la Navidad» en el sentido de hacer todo lo posible para que el comercio pueda mantener al menos un discreto porcentaje de actividad y que los sectores de la alimentación y de la restauración no salgan irremediablemente penalizados. Seguramente estamos en condiciones de hacerlo, lo tendremos en cuenta en nuestras decisiones y en nuestras compras.

Pero creo que la Navidad es otra cosa. Y si tener fe o no tenerla puede distinguirnos en la forma de pensar la Navidad, es cierto que la Navidad es universalmente reconocida como la fiesta que destaca el amor, la familia, la solidaridad, la atención hacia los demás…

¿Y no es amor y atención a nuestras familias reducir las mesas navideñas en formas y horarios o incluso cancelarlas para no poner recíprocamente en peligro nuestra salud? ¿No es prueba de cariño evaluar cuidadosamente la oportunidad de viajar para reunirse en estas fiestas, salvo por supuesto si es por motivos familiares serios y comprobados?

¿No es altruismo respetar estrictamente las reglas de conducta siempre, dentro y fuera del hogar, cuando entramos en una tienda o caminamos por la calle o vamos a recoger a los niños al colegio? ¿Estas limitaciones son tan duras y difíciles de cumplir que tengamos que subestimarlas o criticarlas con irritación?

Hay mucho en juego, es una cuestión de futuro, que depende de cómo afrontamos el presente, que nos afecta a nosotros y a los que vendrán después.

Sí, es justo pedir y pedirnos que salvemos la Navidad, para ayudar a doblar hacia arriba esta parábola descendente de la economía. Pero tengo la impresión de que sobre todo tenemos que “dejarnos salvar por la Navidad”, escuchar su mensaje que es la antítesis de la resignación, el escepticismo y el miedo que nos están contagiando el corazón con una gravedad al menos igual a la del COVID.

Por eso veo esta Navidad como una magnífica oportunidad para reenfocar la motivación de fondo que da sentido a mi vivir, trabajar, sufrir, gozar; es decir, recuperar un cara a cara con mi conciencia, con las razones poderosas que dan solidez a la existencia, mucho más allá de lo contingente y lo efímero.

Y de corazón digo: que así sea también para vosotras que me leéis.

Anna Conte

Directora de Mujeremprendedora