Cuando era adolescente, junto con otros chicos y chicas de mi edad pasábamos buena parte de nuestros veranos recorriendo la ciudad para recoger papel, cartón y chatarra que podíamos vender para luego enviar ese dinero a Brasil, a una aldea del Mato Grosso, para construir casas y escuelas. Nuestro tiempo y nuestras energías eran un “ladrillo” para vencer a la pobreza y estábamos convencidos de que el mundo podía cambiar, si cada uno ponía un granito de arena. Por supuesto, era necesario arremangarse y poner manos a la obra con constancia.

Varios años después, en 2002, pasé 4 meses en Brasil por cuestiones de trabajo, viajando de norte a sur. Recuerdo la sensación viendo un país en crecimiento, con un potencial enorme, un pueblo rico en ingenio y humanidad. ¡Pero cuánta pobreza todavía, qué condiciones infrahumanas en las favelas de las afueras de las megalópolis brasileñas! Un gran problema ante el cual cualquier acción era como una gota en el océano. Pero también cuántas historias conocí de personas que seguían aportando su «gota» día tras día, sin darse por vencidas, en acciones silenciosas y discretas que cambiaban la realidad, sin necesidad de decir tantas palabras.

Al inicio de este nuevo milenio, turbulento en muchos aspectos, si hemos leído buenas noticias, han sido sobre todo las relativas a la lucha contra la pobreza, la derrota de determinadas enfermedades, los avances en la alfabetización…

Sin embargo, de repente todos nos quedamos atónitos, a principios de   2020. Toda la humanidad, sin distinguir razas, credos o rentas sintió el aliento de la muerte sobre sus cabezas y muchos hogares en el mundo fueron golpeados con una crudeza desconocida, llevándose a muchos y dejando en la pobreza y en el desaliento a quienes se quedaban. Y mientras hemos ido tomando conciencia de nuestra fragilidad, veíamos, sumidos en la impotencia, las consecuencias que dejaba el virus en nuestro camino: no solo en la salud, sino también en la economía, en la educación, en el arte, en el deporte, en el campo social.

El secretario general de la ONU a principios de julio dio la alarma: “La pérdida de más de 400 millones de puestos de trabajo en el segundo trimestre de 2020 – dijo – significa la mayor caída en la entrada per cápita desde 1870”; y también advertía que, durante este mismo año, 265 millones de personas sufrirían inseguridad alimentaria, el doble que en el período anterior a la pandemia. El COVID-19, señaló Guterres, puede significar décadas de retraso en el cumplimiento de la Agenda 2030 y sus 17 Objetivos, y para ello pedía a los gobiernos de todo el mundo que vieran en la crisis desencadena por la pandemia la oportunidad de reforzar un multilateralismo inclusivo y eficaz.

Cuando llegó el verano retomamos una cierta normalidad de vida a varios niveles, pero inmediatamente quedó claro – ¡si por casualidad lo habíamos olvidado! – que el virus seguía aquí y si no respetamos las normas de seguridad y comportamiento a favor unos de otros, volvería a golpearnos con dureza. Y si nos obliga a confinarnos de nuevo, ¿cómo pensamos seguir adelante?

De la clase política, lo vemos, no podemos esperar muchas respuestas, y hablo en general: demasiada miopía, aferrada solo a la lógica partidista, a juegos de intereses, a los privilegios del poder.   Gobiernos que, después de los primeros comprensibles errores y de la improvisación al inicio de la pandemia, han sido incapaces de tomar las riendas de la situación y planificar al menos a medio plazo las necesidades de reapertura de la escuela, tomar medidas para evitar el cierre de empresas o ayudar a los sectores productivos más afectados. Sobre todo, gobiernos incapaces de ofrecer una visión amplia sobre la realidad y con perspectiva de futuro.

Por eso, me llamaron la atención hace unos días, el pasado 26 de agosto, las palabras del Papa en la audiencia general, que desgraciadamente no tuvieron repercusión mediática en España por ese laicismo exasperado y exasperante que parece dominar parte de la sociedad y de la mayoría de los medios de comunicación. El Papa ponía el dedo en la llaga real que ha dejado al descubierto el coronavirus y que pocos saben ver.

Francisco decía: La pandemia ha puesto de relieve y agravados problemas sociales, sobre todo la desigualdad. Algunos pueden trabajar desde casa, mientras que para muchos otros esto es imposible. Ciertos niños, a pesar de las dificultades, pueden seguir recibiendo una educación escolar, mientras que para muchísimos otros esta se ha interrumpido bruscamente. Algunas naciones poderosas pueden emitir moneda para afrontar la emergencia, mientras que para otras esto significaría hipotecar el futuro”.

“Estos síntomas de desigualdad revelan una enfermedad social; es un virus que viene de una economía enferma. Tenemos que decirlo sencillamente: la economía está enferma. Se ha enfermado. Es el fruto de un crecimiento económico injusto —esta es la enfermedad: el fruto de un crecimiento económico injusto— que prescinde de los valores humanos fundamentales. En el mundo de hoy, unos pocos muy ricos poseen más que todo el resto de la humanidad”.

…Al mismo tiempo, este modelo económico es indiferente a los daños infligidos a la casa común. No cuida de la casa común. Estamos cerca de superar muchos de los límites de nuestro maravilloso planeta, con consecuencias graves e irreversibles: de la pérdida de biodiversidad y del cambio climático hasta el aumento del nivel de los mares y a la destrucción de los bosques tropicales…

Cuando la obsesión por poseer y dominar excluye a millones de personas de los bienes primarios; cuando la desigualdad económica y tecnológica es tal que lacera el tejido social; y cuando la dependencia de un progreso material ilimitado amenaza la casa común, entonces no podemos quedarnos mirando.

La pandemia nos ha puesto a todos en crisis. Pero recordad: de una crisis no se puede salir iguales, o salimos mejores, o salimos peores. Esta es nuestra opción. Después de la crisis, ¿seguiremos con este sistema económico de injusticia social y de desprecio por el cuidado del ambiente, de la creación, de la casa común? Pensémoslo.”

Francisco subraya la importancia de los “bienes comunes”, como el ambiente, el agua… -es decir bienes que no son ni del individuo ni de los entes públicos ni del Estado, sino que son de la Comunidad- e invita a revitalizar la lógica de los bienes comunes, porque si ponemos en común lo que poseemos de forma que a nadie le falte, entonces realmente podremos inspirar esperanza para regenerar un mundo más sano y más justo.

 ¿Una utopía?  A la pregunta de un colega periodista si era posible aplicar las palabras del Papa y corregir el desvío negativo de la economía, un conocido economista respondía: “Basta quererlo, porque desde el punto de vista técnico, se puede”.

Yo me pregunto: ¿lo queremos? De nuestra respuesta, de la de todos y de la de cada uno, depende el futuro.

Anna Conte

Directora de Mujeremprendedora