Cuando el despertador sonó a las ocho de la mañana ese sábado, lo primero que pensé es que tenía mucho sueño. Pero muchísimo. No os podéis hacer una idea lo que me costó levantarme de la cama. Al final, tras muchos intentos y auto convencimiento, decidí poner los pies fuera y levantarme.

Inma-Sánchez-opinión-768x1024A partir de ese momento, todo fueron prisas ya que, con mi remoloneo previo, al final se nos había echado la hora encima. Desayunar, vestirse, peinarse y salir transcurrieron de forma acelerada y, cuando nos dimos cuenta, ya estábamos montados en el coche con las calles aún mojadas del chaparrón que había caído esa noche.

A las 9.25 horas ya habíamos llegado. ¿El destino? Un pequeño supermercado de barrio. Supongo que a estas alturas del artículo, os estaréis preguntando de qué estoy hablando y el porqué de la urgencia de llegar a la tienda. El motivo es el siguiente: formábamos parte de los voluntarios de la gran recogida de alimentos que organizó el Banco de Alimentos a finales de noviembre.

A las 9.30 comenzaba nuestro turno y allí que nos pusimos, yo con mi abrigo (¡qué frío!), y justo encima el peto que me identificaba como voluntaria. El cajón en el que teníamos que depositar los alimentos que la gente nos iba dando estaba medio lleno, vestigio de un viernes de lluvias que no invitaba mucho a salir a lugares abiertos.

El objetivo que teníamos era claro: conseguir que todo aquel que entrara en la tienda supiera quiénes éramos y por qué estábamos allí. La suerte de estar en un pequeño supermercado es que puedes “abordar” a todos aquellos que cruzan las puertas y son pocos los que se te “escapan”. Y allí que comenzamos.

Desde que me hice voluntaria del Banco de Alimentos, hace un par de años, son varias ya las recogidas e iniciativas en las que he participado, y al final de cada jornada, la sensación que tengo es equiparable a una frase que hace poco, en una entrevista, me comentaba la embajadora del capítulo de Singularity University en Chile: “se siente bien hacer cosas buenas”. Y es verdad, es así.

Cuando estás ahí, de pie, con frío, sueño, cansancio, lo único que puedes pensar es que lo estás haciendo por una buena causa y todo lo malo se te olvida. Lo único que piensas es en lo agradecido que te sientes cuando alguien decide que una parte de su compra va a otras personas que no conoce, pero que sabe que necesitan su ayuda.

Te asombras cuando ves que alguien que te ha dicho que está pasando muchísimas necesidades te da, por ejemplo, un paquete de arroz. Cuando ves que alguien vuelve sólo porque se ha acercado a su casa para darte dos cajas de papillas. Cuando entran sólo para hacer una compra especial porque saben que ese fin de semana se recogen alimentos.

En ese momento, lo único que tienes es una sonrisa, qué sonrisa, una sonrisota, de oreja a oreja en la cara y un gracias elevado al infinito porque no sabes qué más decir. Y así, sabes que despertarte temprano un sábado, las prisas, las carreras… todo ha merecido la pena porque ves las bondad de las personas.

Nuestro turno terminó a las 12, y en dos horas y media conseguimos llenar lo que sobraba de cajón. Nuestro relevo llegó puntual y tras ellos, vendrían otros que los sustituirían porque, durante todo el día, y todo ese fin de semana, habría voluntarios del Banco de Alimentos en esa pequeña tienda de barrio y en todos los supermercados de cada ciudad de España.

Al final, se recogieron 22 millones de kilos de alimentos en toda España, una cifra que se dice pronto, y una cantidad necesaria para poder abastecer a aquellos que no tienen para comer. Y me alegra saber que pude contribuir con un pequeño granito de arena.