Si educas un hombre, estás educando un individuo, pero si educas una mujer estás educando una nación”. Creo que en esta frase africana se sintetiza mucho de lo que tratan de interpretar los sociólogos en relación con la crisis de valores y de busca de reconocimiento en las redes sociales para llenar este vacío de comunicación con el grupo y de empatía con los otros, que las mujeres históricamente llevamos en nuestro ADN. Quizás porque las redes nos enseñan que los demás importan, o porque queremos que sea así, no importa mucho si conseguimos aliviar un poco las soledades individuales a la que nos somete la digitalización desmadrada.
Nos hemos acostumbrado a ver a nuestras madres y esposas ocupándose de labores domésticas, de la logística escolar de los niños y de otras obligaciones familiares sin llegar a comprender cómo se sienten y cómo les afectan los cambios que se han producido en la sociedad en los últimos años. Se acepta el acceso de la mujer al trabajo como contribuidora a la riqueza general, pero sin pensar que, además de asumir esta obligación externa, hay otras que corresponden al ámbito de la familia y que deberían compartirse con la pareja, algo tan simple que se llama responsabilidad compartida.

No voy a negar que en muchos casos es la propia progenitora, esposa o hija la que acepta este rol por hábito, cultura o, lo peor, sumisión, quizás aspirando a una utópica paz familiar, obligándose a asumir tareas que en justicia deberían ser compartidas por el cónyuge, o incluso los hijos, ya que una familia es también un grupo humano que debe funcionar de forma equilibrada y con cierta organización y para ello debiera invocarse la corresponsabilidad en derechos y obligaciones.

Estoy segura de que la digitalización y las tecnologías nos han traído cosas muy buenas sobre todo a nivel de accesos universales en las redes, información o logística, pero como siempre, cuando la ciencia está desprovista de humanidad se hace perversa y por eso vemos a muchas familias sentadas en una mesa y cada individuo aislado y “dándole” al smartphone, en vez de mirar siquiera a los suyos. Y esta triste realidad se traduce en todos los ámbitos, porque nadie ha previsto una educación “digital”. Debemos educar desde el respeto a amar y compartir para que aprendamos a pensar en “el otro”, y eso no lo traen las enseñanzas digitales, debemos recuperar la cuota de responsabilidad que nos corresponde a hombres y mujeres por igual para avanzar en un mundo mejor.

Ya que una sociedad crece de verdad cuando unas y otros se respetan, se valoran y asumen individualmente sus tareas y deberes a partir del compromiso, ello significa que, como suele ocurrir a menudo en muchas parejas, si para uno de ellos, hombre o mujer, hay una oportunidad para asumir un proyecto profesional que signifique mejorar su realización como persona, el otro contribuye facilitando una conciliación real y no es una cuestión de sacrificio, sino de justicia, honestidad y sentido común.

Por mucha tecnología que tengamos, si no somos capaces entre todos de entender y valorar lo que hacen otros, reconocer que al hablar de vocación o talento no existe una medida entre más o menos, sino la voluntad por querer desarrollar el que cada uno posee en beneficio de los demás, y que la única inversión para el futuro es mejorar la sociedad a través de una educación con valores de nuestros hijos, posiblemente  construiremos una sociedad paralela y robotizada, en la que ni siquiera nosotros seremos necesarios. Y todos sabemos lo que pasa cuando algo no hace falta para nada.

Mª Angeles Tejada

Directora General Public Affairs de Randstad

Presidenta de Honor de Fidem