Pienso que para que te guste escribir, antes, seguramente, te tiene que haber gustado leer. Y a mí me gustó leer desde chica. Mi familia me leía muchos cuentos. Mi tía Mary me había comprado una colección de libros que se llamaban Musicuentos, de Viscontea. Eran enormes y de color verde. Venían todos los relatos clásicos, pero con unas muy lindas versiones, y con varios toques de humor. Y traían, además, un disquito para escucharlos. ¡Me fascinaban! Mi abuela Margarita era la contadora oficial de aquellas historias de antaño que les habían ocurrido a antepasados nuestros. Historias fuertes, dolorosas. Y otras con secuencias muy divertidas. De mi mamá saqué la curiosidad por preguntar, por querer saber. De ahí que me ponga a hablar con gente que no conozco en el taxi, el almacén o donde sea. Y de ahí que sea periodista. Y de mi papá… él me escribía cartas desde muy chica, para decirme lo mucho que me quería y para darme algunos consejos. Por eso es que comencé a escribir cuentos para adultos desde adolescente. Eran relatos de un humor bastante ácido. Y seguí periodismo por esto de que me gustaba escribir. Fue a mis treinta y cinco años, cuando nació mi hijo Tobías, que me empezaron a salir historias para niñas y niños, porque un hijo ¡te revoluciona la vida! Así que dije: “Si a mí lo que más me gusta es escribir cuentos, ¿por qué no intento ir hacia ahí?». Y acá estoy. Tobías es mi gran musa, mi gran maestro y mi gran todo. Creo que con nuestros hijos volvemos a rever todos los temas que nos quedaron pendientes. Y él me impulsó a terminar de definir y clarificar muchas cosas en mi vida. Y una de ellas tenía que ver con animarme a tomar este camino. Porque aprendemos con el ejemplo, no con las palabras. Y yo quería que me hijo tuviera una madre que se animó a ir en busca de lo que quería, de sus deseos más profundos. Desde que él nació, los cuentos para niños fueron saliendo solos. Y le quitaron lugar a los de adultos. Aunque también me divierte mucho escribir en el tono ácido que casi siempre toman mis cuentos para grandes.

Y escribí Un papá con delantal, porque me gustó esto de jugar con la idea de que sea un señor a quien la mamá contrata para hacer las tareas del hogar, porque es algo que no ocurre en la realidad, o al menos en Argentina: todas las personas que uno contrata para trabajar son mujeres. Y, a decir verdad, no son muchos los hombres que barren, pasan el trapo, hacen las camas, limpian los vidrios, lavan la ropa, ordenan la casa, hacen las tareas con las hijas y los hijos, los llevan al médico… A lo sumo hacen una cosa o dos cosas de todas esas, pero la mayoría las seguimos haciendo las mujeres, además de salir a trabajar. Estas estructuras inequitativas y patriarcales se van -y las vamos- transmitiendo de generación en generación. Y por eso, en el cuento, la protagonista se pregunta por qué su mamá hizo tanta diferencia en la crianza entre ella y su “hermanito” menor.

Siempre fui una persona sensible, empática y solidaria con el otro, pero el nacimiento de mi hijo lo potenció mucho más. Por eso, es fundamentalmente a las niñas y a los niños a quien me interesa dirigirme, porque lo que es los mayores… Lo estamos llevando bastante mal. Con solo ver cómo va el mundo alcanza. Como humanidad necesitamos dar un volantazo. Frenar. Y cambiar de rumbo. Porque si seguimos así… La falta de solidaridad, de empatía, la xenofobia, el individualismo, las ansias de poder de algunos, y la falta de consciencia, la apatía y el adormecimiento de otros nos están llevando a lugares muy destructivos como humanidad.  El amor, la solidaridad, el ponerse en el lugar del otro, el bregar por la igualdad de género y en todas las demás áreas, se enseñan (y se aprenden). Los libros son un instrumento más para transmitirlo, y el colegio es un muy buen ámbito para difundir estos valores, fundamentales para poder tener un mundo más humano, más sano y más habitable.

Magela Demarco

Autora de Un papá con delantal